El mundo, a su deriva, no sabe nada. Son las palabras del que se rinde; ignoro si otras clases sociales (y sobretodo individuales) proclaman axiomas similares. Sabio es el que observa cómo funcionan las cosas, intentar entender el porqué es de necios. En todo este recorrido, he llegado a la conclusión de que las personas han sufrido demasiado. Los motivos por los que odio el rencor evolucionan para intentar llegar a comprender qué significa estar resentido.
Andar en camisa corta sin tener frío da mucho que pensar. Cada vez que piso mi ciudad natal me sumo en la nostalgia. No me importa que vayan llegando situaciones nuevas, pero me erradica el hecho de todo lo que perdemos en el camino. Sí: me habría quedado allí, en aquel entonces, para siempre. El día que empiece a caminar mirando hacia delante, empezaré a vivir de verdad, pero me tienta mucho caminar como los cangrejos el resto del tiempo. Aún así, no podré hacerlo, como de pequeño no podía volverme invisible, o de mayor no podré ser niño.
El mundo, a su antojo, no entiende nada. Se lleva por normas y pequeños protocolos basados en frecuencia. A la hora de la verdad, todos somos extremos. Todo el tiempo que invierto gastando estas palabras tan cobardes se me derrama porque he decidido no hacer ciertas cosas, marcar ciertas metas de carácter útil. Me sobra, no hay factores limitantes, soy el factor limitante que atranca la demografía de los temores.
Se acerca el momento indefinido en el tiempo, en el que todo esto acabará y quedará guardado como un precepto malinterpretado. Un fiel reflejo de la incomunicación de esta piedra gigante, de la tergiversación de la mentira: reflejos translúcidos y difusos que se transmiten a través del cable del teléfono; malas noticias que vienen siempre a la vista y siempre por sorpresa; desperfectos acumulados en el fondo de una botella medio vacía.
El mundo no está preparado para un mundo mejor